Lic. James Marulanda Quintero
La primera inquietud por ser maestro, la tuve de mi abuela quien fue, según la historia familiar, la primera maestra de la “Granja”. Con ella aprendieron mis padres, mis tíos, los aldeanos y yo, las primeras letras de la cartilla “Charry”. Las lecciones del padre Astete y los pasajes de la Historia Sagrada eran grabados con memoria franciscana.
Quiero aquí evocar con sutil afecto aquellos primeros años de maestro en un pequeño poblado llamado Yacopí, enclavado en la espesura del follaje Cundinamarqués donde el miedo, la tragedia y la lucha por la vida se hacen manifiestas entre gentes llanas, humildes campesinos que arañan la tierra para sacar provecho en sus cosechas.
Allí llegué una tarde de febrero, en compañía de quien sería mi jefe a partir de ese momento después de recorrer muchos kilómetros por caminos polvorientos con los deseos sublimes de abrirme paso como maestro después de haber terminado mi preparación con la expectativa y los interrogantes sembrados por doquier en tierras para mí desconocidas. Descargamos las maletas contraídas por el largo viaje, las dejamos en la fonda, pues “gallito” el fiel servidor iría por ellas en el caballo y caminamos por el sendero pedregoso que nos llevó hasta nuestro destino.
Llegamos por fin al lugar que sirvió de punto de partida para mi vida como docente consumado…las esperanzas nacieron desde entonces y me sentí en otro espacio diferente. Este pasaje de mi vida vale un potosí porque marcó el inicio de mi vida de maestro. Aunque ya había hecho algunos pinos en mi época de estudiante, fue aquí en este sitio donde di rienda suelta a mi vocación definitivamente ya trazada. Mis sueños se hicieron realidad y aunque sentí mariposas en mi estomago cuando me vi en mi primera clase, la verdad es que me cobijó una enorme dicha cuando mis estudiantes recibieron de mí las primeras orientaciones. En honor a la verdad, me estaban esperando ansiosamente y sin ninguna petulancia quiero decir que llegué a remediar una necesidad muy sentida porque estaban sin profesor de matemáticas y para recibir sus clases debían acudir hasta el colegio departamental que estaba ubicado en el pueblo al cual llegaban después de caminar una considerable distancia.
El muchacho de aquella región del país es demasiado reservado, casi tímido y es difícil llegar a él. Es receloso, taimado, desconfiado y sumido en un hermetismo fácil de comprender por la situación que se vive en este sitio denominado “zona roja”.
Sin embargo, debido a mi facilidad de integración y mi carácter humilde, amén de la juventud en esa época (hace 41 años) me gané la confianza de aquellos mozalbetes que me contaban de manera descarnada todo cuanto les acontecía a ellos y a sus familias en lo relacionado con el orden público. No quisiera ahondar demasiado en estos hechos por razones obvias, pero es imposible no hacerlo, aunque de soslayo relatar horrendos y desmotivantes sucesos que ellos me confiaban en secreto, amigablemente. Los abusos de uno y otro bando (guerrilla y ejército) eran pan de cada día. Debían permanecer a la deriva, soportando humillaciones por doquier y exponiendo la vida de manera permanente. No podían actuar de manera libre en sus conceptos, pues si esto era conocido, lo mínimo que podía suceder era que fueran apresados por comunistas. O si quizá daban albergue en sus fincas a alguna patrulla militar, eran los guerrilleros quienes daban cuenta de ellos por “sapos” o “lambones” según ellos. Desafortunadamente fui testigo ocular de varias muertes producidas por allí. En varias ocasiones, transportaban a los muertos cargados en guaduas a manera de camillas.
Pero dejemos este comentario y sigamos adelante, para decir con gran acierto, que, a pesar de esto, guardo el mejor de los recuerdos por aquella camada de muchachos y compañeros profesores, que me abrieron por vez primera mis ojos de maestro ya hoy consumidos por la experiencia y por el tiempo. Ellos, en sus hábitos campesinos, me mostraron el sendero de la honestidad…aprendí a convivir con el peligro y a ser amigo del amigo. Conocí la cara de la miseria, mi denario de docente fue muchas veces compartido entre aquella gente que en ocasiones sentían hambre. El “profe James” fue el amigo, el maestro y consejero. En noches de bohemia (que fueron muchas) me abrazaba con ellos y mostraban su alegría de saber que era partícipe de sus momentos de alegría.
Cabe recordar aquí que los profesores del instituto (así nos decían) nos turnábamos para hacer el mercado. Nos íbamos con el caballo de tienda en tienda comprando los comestibles que iríamos a consumir durante la semana. Los dueños de tienda nos montaban la carga en el noble animal que pacientemente esperaba afuera. Una vez hecho y luego de ingerir algunas “polas” pagadas por algún eventual contertulio, nos disponíamos a regresar a nuestra sede con la misión cumplida.
Cuando no me tocaba realizar esta tarea, me quedaba hasta que empezaba el toque de queda (12 de la noche) , y salía “chispiado” por el sendero que apuntaba a mi destino.
Valga la pena contar como experiencia y testimonio que mi baño diario lo hacía en un riachuelo que circundaba el colegio…y los domingos, con mi amigo Olivo (QDP) lavábamos la ropa con esmero. Aún recuerdo el asombro de las gentes que pasaban en sus mulas y caballos y quitándose el sombrero con respeto por nosotros, nos daban los buenos días que respondíamos de igual manera.
De alguna forma, guardo un reverencial respeto por esta etapa de mi vida, quizá preferencial porque me dio las luces para llegar a ser maestro. Me armó de amor hacia mis estudiantes, me mostró los objetivos claros que se deben tener para seguir el ejemplo de Jesús. Allí en esas montañas me convencí de mi vocación y decidí que esta sería la verdadera razón para seguir viviendo. Ellos, mis alumnos de entonces me enseñaron sin quererlo, a tener actitudes propias para enseñar con ternura y entrega. Los evoco como a la primera novia. Allí quedó lo más genuino de mi ser como docente. Si volviera a empezar, sin dudarlo dos veces lo haría en aquel sitio lleno de lealtad, sinceridad, honestidad, y todos los condimentos que se requieren para que un educador pueda y quiera realizar una verdadera labor pedagógica. Nunca me sentí tan valorado y respetado. Se llegó a la exageración. Pienso que llenaron un vacío afectivo con mi llegada, pues les hice ver que no sólo era su maestro, sino también su amigo. No acepté (ni acepto) reverencias, situación que no gustó a mis compañeros docentes, quienes eran felices al ver que los estudiantes demostraban actitudes altamente lisonjeras.
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