EL DESFILE DEL OLVIDO
En la noche del reinado de la Chapolera, entre risas, cámaras y aplausos, una imagen rompió el libreto de la celebración en la Plaza de Bolívar de Armenia.
Un habitante de calle, descalzo y con la mirada perdida, desfiló por la pasarela como si el escenario —pensado para el brillo y la belleza— fuera también su lugar, su único espacio de visibilidad.
Por unos instantes, la indiferencia se detuvo a mirar. Luego, volvió a su rutina.
Aquella escena no fue una anécdota menor, ni un hecho curioso para las redes sociales.
Fue un acto simbólico y brutal: el reflejo de una ciudad que se acostumbró al olvido, una sociedad que ya no se inmuta ante el dolor ni ante la miseria.
Un hombre invisible irrumpió en el espectáculo, y en su paso silencioso nos recordó que la realidad sigue ahí, entre cartones, basureros y miradas que se esquivan.
El episodio retrata mejor que cualquier discurso la distancia entre la realidad social y el disfraz institucional.
Mientras unos aplaudían y otros grababan con sus teléfonos, las autoridades observaban en silencio.
Nadie intervino, nadie se conmovió.
Y así, entre música y luces, la ciudad reveló su verdadera pasarela: la del abandono.
Estamos inundados, sí.
Pero no solo de pobreza o de hambre.
Estamos sumergidos en un mar de indiferencia, de olvido planificado, de una peligrosa costumbre de mirar sin ver y escuchar sin oír.
La miseria se nos volvió paisaje urbano, parte del decorado de los actos cívicos, una sombra más entre vitrinas y discursos.
El “desfile del olvido” debería estremecernos, no divertirnos.
Debería hacernos pensar que la indigencia no es una casualidad, sino una consecuencia: del desempleo, del consumo, de la falta de oportunidades, del fracaso de las políticas públicas.
Pero en vez de eso, seguimos registrando la escena como un dato curioso, una anécdota viral que pronto será reemplazada por otra.
Esta imagen es un espejo en el que no queremos mirarnos:
un espejo que muestra la fractura moral de una ciudad que se cree moderna pero que sigue marginando al más vulnerable.
Una ciudad donde la pobreza desfila entre los aplausos, y donde el dolor —convertido en espectáculo— no provoca empatía, sino risas o indiferencia.
No fue un reinado más. Fue un grito mudo.
Un recordatorio de que el olvido también desfila, y que detrás de cada rostro sin nombre hay una historia que la ciudad ha decidido ignorar.
Por: Jorge Torres Velásquez
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